Destino Luminoso
Muchos confunden esta sensación con la esperanza. Pero la esperanza —aunque valiosa— muchas veces se sienta a esperar. Confía, sí, pero espera. Mira el cielo, cruza los brazos y dice: “Que la vida me traiga lo que anhelo”. La esperanza pertenece al que sueña, al que reza desde la orilla. Es la fe del que aguarda.
El optimismo, en cambio, es hermano del que camina. No espera sentado: se levanta. No pregunta si el mundo va a cambiar, sino qué puede hacer hoy, con sus manos, con su voz, con su presencia, para que el mundo sea un poco más digno, más bello, más justo. El optimista sabe que la vida buena no es un regalo que cae del cielo, sino una construcción sagrada que se edifica instante a instante.
Como seres espirituales, estamos atravesando un tiempo de transición. Lo sé. Lo sentís. Pero en lugar de perdernos en la espera pasiva, podemos elegir cultivar un optimismo activo, creador, sereno.
Porque en el fondo sabemos —más allá de las palabras— que regresaremos, en su debido tiempo, a nuestro estado original: seres de luz, colmados de paz, amor y felicidad. Ese es nuestro destino elevado, sí. Pero el camino hacia él se abre con cada acto de conciencia, con cada gesto de cuidado, con cada paso que damos para volvernos verdaderamente humanos.