En la aurora de los tiempos, cuando el ser humano todavía escuchaba la voz del viento y leía en las estrellas los ritmos de su propio cuerpo, la salud era un don natural. No un premio ni un lujo, sino un flujo —como el agua que corre hacia el mar o la semilla que duerme bajo el invierno esperando la primavera.
El hombre y el mundo eran un solo organismo. Y los sanadores —chamanes, parteras, curanderas, sabios y ermitaños— no separaban el cuerpo del alma, ni el sufrimiento del paisaje alrededor.
Pero el tiempo pasó, y el hombre quiso dominar lo invisible. Nació entonces la mirada de la disección, de la anatomía, de la farmacia moderna.
Y con ella, una nueva fe: la fe en la máquina del cuerpo, la fe en el bisturí, en el microscopio, en la medida exacta que vendría a reemplazar el misterio.
Así nació la Medicina Oficial, vestida de blanco y adornada con símbolos de autoridad.
Hablaba con voz segura y clasificaba la vida en tablas, síndromes y protocolos.
Su saber era reconocido, su palabra era ley, sus templos eran los hospitales.
Y los antiguos dioses —los sanadores del monte, los médicos del espíritu, los terapeutas del alma— fueron desacreditados, silenciados o relegados a la superstición.
Al principio, hubo sabiduría en este nuevo camino.
El dolor fue aliviado, las epidemias contenidas, y muchos celebraron.
Pero pronto algo cambió.
Los descubrimientos dejaron de servir a la vida para servir al lucro.
Las fórmulas, antes compartidas con generosidad por pueblos y sabios, se convirtieron en patentes —secretos guardados en cajas fuertes, protegidos por leyes e intereses.
Los laboratorios se transformaron en reinos, y sus príncipes, en señores de la salud.
El hombre, que buscaba sanarse, fue convertido en cliente cautivo.
Su dolor, un nicho de mercado. Su miedo, una fuente de ganancia.
Para cada síntoma, una pastilla. Para cada crisis, un nuevo tratamiento.
Y si era posible, que la cura se postergara —porque el enfermo fiel deja más que el sano liberado.
Aun así, en las grietas del concreto, algo resistía.
En los interiores olvidados, en las montañas de Asia, en las aldeas de América Latina, en las hierbas del monte, en el toque del reiki, en el silencio de la meditación, en las esencias florales —
la medicina del alma seguía viva, como brasa bajo la ceniza.
En estos últimos tiempos, algo empieza a despertar.
Hombres y mujeres vuelven la mirada hacia el invisible que late adentro.
Redescubren que la salud no es ausencia de dolor, sino presencia de sentido.
Comprenden que el cuerpo habla en nombre del espíritu, que el desorden externo refleja un olvido interno.
Y más aún: empiezan a desconfiar de la voz única.
Sospechan de los imperios que venden respuestas envasadas.
Y vuelven a escuchar a los curanderos del silencio, a los médicos de la escucha, a los maestros del no saber.
El regreso a la salud integral no será un retorno a las cavernas, sino un avance lúcido:
un camino de síntesis, donde la ciencia vuelva a ser humana, y el saber ancestral, respetado.
Y tal vez, algún día, el médico vuelva a ser ese antiguo guardián —
no dueño de la cura,
sino puente entre el cielo y la tierra,
entre el dolor y el sentido,
entre el cuerpo y el misterio.